La supuesta deuda del fútbol con el Atlético de Madrid se está acrecentando hasta un volumen tal que pronto no le quedará más remedio que colocar un cobrador del frac a su destino europeo. El deporte de competición es cruel y darwinista. La única deuda posible es la que contraen los perdedores con la revancha. Cualquier otro concepto reside en la literatura sentimental, en la cual el Atleti sí es un campeón sin paliativos. Un equipo que exuda un sentido de pertenencia intenso y febril.
Cuando España jugó la final del Mundial, sobre aquel partido también gravitó la ocurrencia de que el fútbol estaba en deuda con Holanda. Si existía, acabó con la patada de De Jong. La violencia antinatural con la que se empleó la «Oranje» desbarató toda esa cursilería que jamás debe atenazar a un equipo predador, ni aunque traten de aplacarlo con chantajes emocionales.
El Real Madrid es verdaderamente un equipo predador que, ante la visión de la presa, se detiene a inspeccionar sus propios sentimientos el mismo tiempo que dedicaría un tiburón a preguntarse si está enamorado cuando se lanza a por una foca. Por eso, después de la insufrible tabarra a lo Superbowl que no pertenece al fútbol, entró en la final con una facilidad patrimonial. Y se dispuso a reñir el medio campo con los toques exquisitos de Modric y la solidez de esa grato hallazgo que es Casemiro, un tipo que sostiene la mirada al cholismo y mientras se rasca un huevo. Otra cuestión más audaz es la sensación de que Marcelo llegó a la vida para divertirse, incluso bajo la formidable presión de un partido así.
En el juego de las supersticiones y los pálpitos que gobernó las horas previas del partido, un amigo llegó a decirme que la final estaba perdida porque Richard Gere se subió al avión. Mientras la gente del Atleti, venía a decir, se insuflaba rabia y determinación en un santuario de guerreros que se pintan la cara con carboncillos recién sacados de la hoguera, el Real Madrid se dedicaba a cultivar una frívola dimensión lúdica conectada con las alfombras rojas de Sunset Boulevard. Parecía un augurio dela inmensa segunda parte que hizo el Atleti. Una cabalgada a contraestilo, en la que se desató un equipo táctico, rígido y defensivo que tuvo incluso que reponerse del penalti fallado por Griezmann, el mejor en la primera parte. Lo sustituyó un Carrasco exuberante en el desborde, que estiró el equipo y lideró el asedio mientras el Real Madrid se deshacía literalmente hasta no existir.
El minuto 93 de Lisboa encontró su respuesta en el 78 de Milán. El partido se abocó a una prórroga tremenda en la que los jugadores iban sucumbiendo según se quebraban. El Atleti seguía inmenso de personalidad mientras que el Real Madrid encontraba un «segundo aire» que lo sacaba de su guarida y le permitía crear oportunidades. Todo, mientras los jugadores iban cayendo como tocados por un rayo. Bale, en un estado de UVI, encontró un ápice de oxígeno para tirar su penalti y quebrarse al mismo tiempo mientras la pelota entraba mansa junto al palo izquierdo.
La crueldad es infinita con este Atleti que encontró en la tanda de penaltis una versión aún más sádica del 74 contra el Bayern y Lisboa contra el Madrid. Pese a la construcción heroica de Simeone de un equipo hecho para taponar las Termópilas, el destino se ensaña una y otra vez con una escuadra que roza la gloria con la yema de los dedos y luego ve como todo le es arrebatado. Es una verdadera maldición. La del destino, que lo quiere apegado al sídrome fatalista que le había curado un gran conductor de hombres, Simeone. Lo dicho. la deuda crece. Richard Gere igual hasta se nos murió en la grada. Y la rivalidad de estos dos antagonistas, que pasó de lo municipal a lo universal, es ya cosa para que la canten los bardos como si fueran gestas galantes. El Madrí, campeón de Europa. Gloria al Atleti en su caída de Sísifo.
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